De lo que quisiera hablarles [1] no es tanto de la crisis actual como de lo
  que está ocurriendo más allá de la crisis: de algo que se nos oculta tras
  su apariencia. Para explicarlo necesitaré empezar un tanto atrás en el
  tiempo.
  
  Nos educamos con una visión de la historia que hacía del progreso la base
  de una explicación global de la evolución humana. Primero en el terreno de
  la producción de bienes y riquezas: la humanidad había avanzado hasta la
  abundancia de los tiempos modernos a través de las etapas de la revolución
  neolítica y la revolución industrial. Después había venido la lucha por las
  libertades y por los derechos sociales, desde la Revolución francesa hasta
  la victoria sobre el fascismo en la Segunda guerra mundial, que permitió el
  asentamiento del estado de bienestar. No me estoy refiriendo a una visión
  sectaria de la izquierda, ni menos aun marxista, sino a algo tan respetable
  como lo que los anglosajones llaman la visión whig de la historia, según la
  cual, cito por la wikipedia, "se representa el pasado como una progresión
  inevitable hacia cada vez más libertad y más ilustración".
  
  Hasta cierto punto esto era verdad, pero no era, como se nos decía, el
  fruto de una regla interna de la evolución humana que implicaba que el
  avance del progreso fuese inevitable –la ilusión de que teníamos la
  historia de nuestro lado, lo que nos consolaba de cada fracaso-, sino la
  consecuencia de unos equilibrios de fuerzas en que las victorias alcanzadas
  eran menos el fruto de revoluciones triunfantes, que el resultado de pactos
  y concesiones obtenidos de las clases dominantes, con frecuencia a través
  de los sindicatos, a cambio de evitar una auténtica revolución que
  transformase por completo las cosas.
  
  Para decirlo simplemente, desde la Revolución francesa hasta los años
  setenta del siglo pasado las clases dominantes de nuestra sociedad vivieron
  atemorizadas por fantasmas que perturbaban su sueño, llevándoles a temer
  que podían perderlo todo a manos de un enemigo revolucionario: primero
  fueron los jacobinos, después los carbonarios, los masones, más adelante
  los anarquistas y finalmente los comunistas. Eran en realidad amenazas
  fantasmales, que no tenían posibilidad alguna de convertirse en realidad;
  pero ello no impide que el miedo que despertaban fuese auténtico.
  
  En un articulo sobre la situación actual de Italia publicado en La
  Vanguardia el pasado mes de octubre se podía leer: "los beneficios sociales
  fueron el fruto de un pacto político durante la guerra fría". No sólo
  durante la guerra fría, a no ser que hablemos de una "guerra" de doscientos
  años, desde la revolución francesa para acá. Lo que este reconocimiento
  significa, por otra parte, es que ahora no tienen ya inconveniente en
  confesar que nos engañaron: que no se trataba de establecer un sistema que
  nos garantizase un futuro indefinido de mejora para todos, sino que sólo
  les interesaba neutralizar a los disidentes mientras eliminaban cualquier
  riesgo de subversión.
  
  Los miedos que perturbaron los sueños de la burguesía a lo largo de cerca
  de doscientos años se acabaron en los setenta del siglo pasado. Cada vez
  estaba más claro que ni los comunistas estaban por hacer revoluciones –en
  1968 se habían desentendido de la de París y habían aplastado la de Praga-,
  ni tenían la fuerza suficiente para imponerse en el escenario de la guerra
  fría. Fue a partir de entonces cuando, habiendo perdido el miedo a la
  revolución, los burgueses decidieron que no necesitaban seguir haciendo
  concesiones. Y así siguen hoy.
  
  Déjenme examinar esta cuestión en su última etapa. El período de 1945 a
  1975 había sido en el conjunto de los países desarrollados una época en que
  un reparto más equitativo de los ingresos había permitido mejorar la suerte
  de la mayoría. Los salarios crecían al mismo ritmo a que aumentaba la
  productividad, y con ellos crecía la demanda de bienes de consumo por parte
  de los asalariados, lo cual conducía a un aumento de la producción. Es lo
  que Robert Reich, que fue secretario de Trabajo con Clinton, describe como
  el acuerdo tácito por el que "los patronos pagaban a sus trabajadores lo
  suficiente para que éstos comprasen lo que sus patronos vendían". Era, se
  ha dicho, "una democracia de clase media" que implicaba "un contrato social
  no escrito entre el trabajo, los negocios y el gobierno, entre las élites y
  las masas", que garantizaba un reparto equitativo de los aumentos en la
  riqueza.
  
  Esta tendencia se invirtió en los años setenta, después de la crisis del
  petróleo, que sirvió de pretexto para iniciar el cambio. La primera
  consecuencia de la crisis económica había sido que la producción industrial
  del mundo disminuyera en un diez por ciento y que millones de trabajadores
  quedaran en paro, tanto en Europa occidental como en los Estados Unidos.
  Estos fueron, por esta razón, años de conmmoción social, con los sindicatos
  movilizados en Europa en defensa de los intereses de los trabajadores, lo
  que permitió retrasar aquí unas décadas los cambios que se estaban
  produciendo ya en los Estados Unidos y en Gran Bretaña, donde los
  empresarios, bajo el patrocinio de Ronald Reagan y de la señora Thatcher,
  decidieron que éste era el momento para iniciar una política de lucha
  contra los sindicatos, de desguace del estado de bienestar y de
  liberalización de la actividad empresarial.
  
  La lucha contra los sindicatos se completó con una serie de acuerdos de
  libertad de comercio que permitieron deslocalizar la producción a otros
  países, donde los salarios eran más bajos y los controles sindicales más
  débiles, e importar sus productos, con lo que los empresarios no sólo
  hacían mayores beneficios, al disminuir sus costes de producción, sino que
  debilitaban la capacidad de los obreros de su país para luchar por la
  mejora de sus condiciones de trabajo y de su remuneración: los salarios
  reales bajaron en un 7 por ciento de 1976 a 2007 en los Estados Unidos, y
  lo han seguido haciendo después de la crisis.
  
  Asi se inició lo que Paul Krugman ha llamado "la gran divergencia", el
  proceso por el cual se produjo un enriquecimiento considerable del 1 por
  ciento de los más ricos y el empobrecimiento de todos los demás. En los
  Estados Unidos, que citaré con frecuencia por dos razones –porque
  disponemos de buenas estadísticas sobre su evolución y porque lo que sucede
  allí es el anuncio de lo que va a pasar aquí más adelante-, se pudo ver en
  vísperas de la crisis de 2008 que este 1 por ciento de los más ricos
  recibía el 53 por ciento de todos los ingresos (esto es más que el 99 por
  ciento restante).
  
  En las primeras etapas este proceso tal vez resultaba poco perceptible;
  pero cuando sus efectos se fueron acumulando acabaron despertando la
  conciencia de una desigualdad social en constante aumento. En mayo de 2011
  Joseph Stiglitz publicó un artículo que se titualaba: "Del 1%, para el 1% y
  por el 1%", donde decía que los norteamericanos, que estaban contemplando
  cómo se producían en muchos países, por ejemplo en los de la primavera
  árabe, protestas contra regímenes opresivos que concentraban una gran masa
  de riqueza en las manos de una élite integrada por muy pocos, no se daban
  cuenta de que esto ocurría también en su propio país.
  
  Este del 1 por ciento ha sido uno de los lemas principales de los
  movimientos de ocupación que se han desarrollado en diversas ciudades
  norteamericanas. Pero Krugman ha hecho un análisis aún más afinado que
  muestra que es en realidad el 0'1 %, esto es el uno por mil de los
  norteamericanos, los que concentran la mayor parte de esta riqueza.
  "¿Quiénes son estos del 1 por mil?, se pregunta ¿Son heroicos emprendedores
  que crean lugares de trabajo? No. En su mayor parte son dirigentes de
  compañías (...) o ganan el dinero en las finanzas".
  
  Los resultados a largo plazo de la gran divergencia, que se iniciaba en
  Estados Unidos y en Gran Bretaña en los años setenta y se extendió después
  a Europa, transformaron profundamente nuestras sociedades. Las
  consecuencias de una inmensa redistribución de la riqueza hacia arriba no
  sólo se han manifestado en el empobrecimiento relativo de los trabajadores
  y de las clases medias, sino que han dado a los empresarios una influencia
  política con la cual, a partir de ese momento, les resulta cada vez más
  fácil fijar las reglas que les permiten consolidar su poder.
  
  Esta redistribución hacia arriba no es el resultado natural del
  funcionamiento del mercado, como se pretende que creamos, sino el de una
  acción deliberada. Su origen es netamente político. El primer programa que
  inspiró este movimiento lo expresó Lewis Powell en agosto de 1971 en un
  "Memorándum confidencial. Ataque al sistema americano de libre empresa",
  escrito para la "United States Chamber of Commerce", que se encargó de
  hacerlo circular entre sus asociados. Powell denunciaba el riesgo que
  implicaba el avance en la sociedad norteamericana de ideas contrarias al
  "sistema de libre empresa", expuestas no sólo por extremistas de izquierda,
  sino por "elementos totalmente respetables del sistema", e insistía en la
  necesidad de combatirlas, sobre todo en el terreno de la educación.
  
  El memorándum tenía una primera parte sobre la amenaza que representaban
  los "estudiantes universitarios, los profesores, el mundo de los medios de
  comunicación, los intelectuales y las revistas literarias, los artistas y
  los científicos", y proponía planes de ataque para limpiar las
  universidades y vigilar los libros de texto, para lo cual pedía a las
  organizaciones empresariales que actuasen con firmeza. No me ocuparé ahora
  de esta batalla de las ideas, que ha llegado hoy al extremo de proponer la
  eliminación de la escuela pública, sino de otra parte del memorándum que
  tendría consecuencias más inmediatas y trascendentales. Powell advertía:
  "No se debe menospreciar la acción política, mientras esperamos el cambio
  gradual de la opinión pública que ha de conseguirse a través de la
  educación y la información. El mundo de los negocios debe aprender la
  lección que hace tiempo aprendieron los sindicatos y otros grupos de
  intereses. La lección de que el poder político es necesario; que este poder
  debe cultivarse asiduamente y que, cuando convenga, hay que usarlo
  agresivamente y con determinación".
  
  Para emprender este programa se necesitaban organizaciones empresariales
  potentes, que dispusieran de recursos suficientes. "La fuerza reside en la
  organización, en una planificación y realización persistentes durante un
  período indefinido de años". Este llamamiento a la lucha política tuvo
  efectos de inmediato en la actividad de las asociaciones empresariales y
  sobre todo de la "United States Chamber of Commerce", que pretende ser hoy
  "la mayor federación empresarial del mundo, en representación de los
  intereses de más de 3 millones de empresas". Estas asociaciones no solo
  emprendieron grandes campañas de propaganda, sino que acentuaron su
  participación en las campañas electorales a través de Comités de Acción
  Política, en una actividad que ha aumentado considerablemente desde 2009,
  tras la decisión del Tribunal supremo Citizens United, que ha liberalizado
  las inversiones de las empresas en la política, en nombre del derecho a la
  libre expresión (esto es, considerando a las empresas como personas y
  atribuyéndoles los mismos derechos). La gran cuantía de recursos
  proporcionados por los empresarios explica, por ejemplo, que la United
  States Chamber of Commerce invirtiese en las elecciones norteamericanas de
  2010 más que los comités de los dos partidos, demócrata y republicano,
  juntos.
  
  No se trata tan sólo de donativos para las campañas, sino también de formas
  diversas de pagar sus servicios a los políticos, entre ellas la de
  asegurarles una compensación cuando dejan la política. Y, sobre todo, de la
  aactuación constante de los llamados "lobbyists", que atienden las
  peticiones de los políticos. En el pasado año 2011 se calcula que las
  empresas han gastado 3.270 millones de dólares en atender a los
  congresistas y a los altos funcionarios federales. Las 30 mayores compañías
  gastaron entre 2008 y 2010 más en esto que en pagar impuestos.
  
  ¿Que ha conseguido el mundo empresarial con este asalto al poder? En julio
  del año pasado, Michael Cembalest, jefe de inversiones de JPMorgan Chase,
  escribía, en una carta dirigida tan sólo a sus clientes, que se conoció
  porque la descubrió un periodista, que "los márgenes de beneficio han
  conseguido niveles que no se habían visto desde hace décadas", y que "las
  reducciones de salarios y prestaciones explican la mayor parte de esta
  mejora". "La compensación por el trabajo está en los Estados Unidos en la
  actualidad al mínimo en cincuenta años en relación tanto con las cifras de
  ventas de las empresas como del PIB de los Estados Unidos".
  
  Otro beneficio indiscutible ha sido la disminución de sus contribuciones al
  sostén del estado. El peso político creciente de las empresas ha conducido
  a la situación paradójica de que éstas escapen a la fiscalidad por la doble
  vía de negociar recortes de impuestos y exenciones particulares, y de tener
  libertad para aflorar los beneficios en las subsidiarias que tienen en
  paraísos fiscales, donde apenas pagan impuestos. Un estudio de noviembre de
  2011 concluye que el conjunto de las 280 mayores empresas de los Estados
  Unidos no han pagado en los tres años últimos más que un 18'5 % de sus
  beneficios. Pero es que una cuarta parte de éstas han pagado menos del 10%,
  y 30 de las más grandes no han pagado nada en tres años, sino que encima
  han recibido devoluciones. Lo que se dice de las empresas se aplica también
  a los empresarios: de 1985 a 2004 los 400 americanos más ricos han pasado
  de pagar un 29 por ciento de sus ingresos a tan sólo un 18 por ciento,
  mucho menos que los pequeños comerciantes o los trabajadores a sueldo. Y
  cuando Obama pretendió que quienes ganasen más de un millón de dólares al
  año pagasen el mismo tipo que el ciudadano medio norteamericano, no
  consiguió que el congreso aprobase la medida. Como ha dicho Stiglitz "Los
  ricos están usando su dinero para asegurarse medidas fiscales que les
  permitan hacerse aun más ricos. En lugar de invertir en tecnología o en
  investigación, obtienen mayores rendimientos invirtiendo en Washington".
  
  Hay un tercer aspecto de estos beneficios que es la desregulación de la
  leyes que controlan algunos aspectos de la actividad empresarial. Un
  estudio reciente de dos economistas del Fondo Monetario Internacional, que
  han analizado el papel de las contribuciones económicas de las empresas en
  la política, llega a la conclusión, que les leo literalmente, de que "el
  gasto realizado está directamente relacionado con la posibilidad de que un
  legislador cambie de postura en favor de la desregulación". Esto, que en el
  sector de la industria les ha permitido reducir, o incluso anular, los
  gastos relacionados con el control de la polución, ha tenido en la
  actividad financiera unas consecuencias que son las que han conducido
  directamente a la crisis de 2008.
  
  Gracias a la supresión de controles sobre sus actividades, que culminó
  durante la presidencia de Clinton, las entidades financieras pudieron
  lanzarse a un juego especulativo con derivados y otros productos de alto
  riesgo, que parecían más propios de un casino de juego que de la banca,
  mientras los dirigentes de la Reserva Federal estimulaban el optimismo de
  los especuladores, rebajando los tipos de interés y animando al público a
  que gastase, a que comprase casas con créditos hipotecarios e invirtiese en
  operaciones financieras de riesgo.
  
  Esta fiebre especuladora se producía en un país que, como resultado de su
  desindustrialización, estaba convirtiendo en una actividad fundamental el
  sector FIRE (Finance, Insurance and Real Estate; o sea Finanzas, seguros y
  negocio inmobiliario). Una desindustrialitzación semejante se ha producido
  en Gran Bretaña, que de ser "la fábrica del mundo" quiso convertirse en "el
  banco del mundo", y que vive ahora con la angustia de lo que puede suceder
  si pierde esta gran fuente de exportación de servicios, teniendo en cuenta
  la situación de una economía en que "la demanda doméstica será
  probablemente escasa en muchos años (...), mientras los consumidores se
  esfuerzan en hacer frente a sus deudas y el gobierno batalla por reducir el
  déficit presupuestario".
  
  Nuestra situación es más compleja, ya que si bien hemos perdido el tejido
  industrial tradicional, contamos con una consideable industria de propiedad
  extranjera a la que proporcionamos trabajo barato, o sea que nos ha tocado
  el papel de receptores de la industria que otros países más prósperos
  deslocalizan, y que conservaremos mientras les sigamos garantizando
  salarios bajos. Lo cual me mueve a preguntarme cómo se explica que, si el
  trabajo de nuestros obreros es poco competitivo, como se argumenta para
  proponerles rebajas de sueldos y derechos, Volkswagen, Ford, o Renault se
  vengan a fabricar coches aquí. En lo que sí nos vamos pareciendo a las
  economías avanzadas es en el peso dominante que ha adquirido entre nosotros
  el sector financiero.
  
  La influencia política adquirida por los empresarios explica por qué,
  cuando se ha producido la crisis -en Norteamérica, en Gran Bretaña o en
  España- el estado ha corrido a salvar las empresas financieras con rescates
  multimillonarios; pero no ha hecho un esfuerzo equivalente por remediar la
  situación de los muchos ciudadanos que pierden sus hogares, al ser
  incapaces de seguir pagando las hipotecas, ni por asegurar estímulos a las
  actividades productivas con el fin de combatir el paro.
  
  Lejos de ello, lo que se ha hecho, para justificar los sacrificios que se
  están imponiendo a la mayoría, es difundir la fábula de que la crisis
  económica se debe al excesivo coste de los gastos sociales del estado, y
  que la solución consiste en aplicar una brutal política de austeridad hasta
  que se acabe con el déficit del presupuesto, lo cual, como veremos, resulta
  imposible a partir de esta política.
  
  Merece la pena escuchar esta historia como la cuenta Krugman: "En el primer
  acto los banqueros se aprovecharon de la desregulación para lanzarse a una
  especulación desbordada, hinchando las burbujas con préstamos
  incontrolados; en el segundo las burbujas estallaron y los banqueros fueron
  rescatados con dinero de los contribuyentes, mientras los trabajadores
  sufrían las consecuencias, y en el tercero, los banqueros decidieron
  emplear el dinero que habían recuperado en apoyar a políticos que les
  prometían bajarles los impuestos y desmontar las pocas regulaciones que se
  habían impuesto tras la crisis". ¿Piensan ustedes que esta es una historia
  exótica, que sólo puede referirse a los Estados Unidos? Pues no; nosotros
  también tuvimos una burbuja inmobiliaria desbordada, hinchada con los
  créditos que concedieron bancos y cajas de ahorro. Ahora estamos en el
  segundo acto, el del rescate "mientras los trabajadores sufren las
  consecuencias". Nos queda el desenlace, ese tercer acto que, si no se hace
  algo para evitarlo, será parecido: esto es, que se recuperarán los bancos,
  pero no los puestos de trabajo, tal como está ocurriendo hoy en los Estados
  Unidos.
  
  Nadie ignora que la austeridad es incompatible con el crecimiento
  económico. Peter Radford lo sintetiza en pocas palabras: "La austeridad
  disminuye una economía. Es un acto de retroceso. Disminuye la demanda. Los
  ingresos caen. Pagar las deudas a partir de una menor cantidad de dinero
  significa que hay menos dinero para otros gastos. Del crecimiento se pasa a
  la decadencia".
  
  Una revisión del pasado demuestra que la política de austeridad nunca ha
  funcionado y que no tiene sentido en la situación actual. Lo sostiene, por
  ejemplo, Richard Koo, economista jefe del Nomura Research Institute de
  Tokio, quien, tras haber analizado comparativamente la crisis económica de
  los años treinta, las décadas perdidas de Japón y la crisis actual en
  Estados Unidos y en la "eurozona", concluye que:
  
  "Aunque evitar el gasto público exagerado es el modo adecuado de proceder
  cuando el sector privado de la economía está en plena forma y maximiza los
  beneficios, nada resulta peor que la restricción del gasto público cuando
  un sector privado en mal estado está reduciendo sus deudas". Actuar sobre
  una economía que ahorra pero no invierte reduciendo el gasto público no
  hace más que agravar su situación. Koo sostiene que la crisis, que empezó
  en el sector inmobiliario estadounidense, sigue siendo una crisis bancaria,
  que ha acabado contagiando a la economía y a las cuentas públicas, y que
  pensar que estos problemas se resuelven "con una sobredosis de ajustes" y
  con reformas constitucionales "es un completo disparate".
  
  Más contundente aun es la opinión que Krugman ha expresado esta misma
  semana: "Lo más indignante de esta tragedia es que es totalmente
  innecesaria. Hace medio siglo, cualquier economista (…) os podía haber
  dicho que austeridad en tiempos de depresión era una muy mala idea. Pero
  los políticos, los entendidos y, siento decirlo, muchos economistas
  decidieron, sobre todo por razones políticas, olvidar lo que sabían. Y
  millones de trabajadores están pagando el precio de su deliberada amnesia".
  
  No ha sido la deuda pública la causa de la crisis de los países del sur de
  Europa. Un análisis de las cifras de las últimas décadas muestra que los
  problemas de estos países no proceden de un exceso de gasto público, sino
  que son una consecuencia de la propia crisis. Un análisis de la relación
  que ha existido entre la deuda pública y el PIB de estos países, demuestra
  que estuvo mejorando (esto es disminuyendo) hasta 2007. El endeudamiento
  posterior del estado es consecuencia de las cargas que ha asumido como
  consecuencia de la crisis bancaria, no de un exceso anterior de gasto
  público. Si leen ustedes la prensa, fijándose en los datos que ofrece y no
  en la doctrina que predica, verán que lo que realmente preocupa a nuestros
  gobernantes es cómo remediar el problema que para el sistema bancario
  representan las grandes inversiones inmobiliarias efectuadas en años de
  euforia en que estas fantasías se estaban financiando con nuestros ahorros.
  
  No importa que economistas galardonados con el Premio Nobel, como Stiglitz
  y Krugman, condenen la política de austeridad. Porque resulta que, en
  realidad, esta política beneficia a los mismos que han causado el desastre
  y favorece la continuidad de su enriquecimiento. Como dice Michael Hudson:
  "No hay ninguna necesidad (...) de que los dirigentes financieros de Europa
  impongan una depresión a la mayor parte de su población. Pero es una gran
  oportunidad de ganancia para los bancos, que han conseguido el control de
  la política económica del Banco Central Europeo (...). Una crisis de la
  deuda permite a la la élite financiera doméstica y a los banqueros
  extranjeros endeudar al resto de la sociedad".
  
  Los resultados se pueden ver ya en la experiencia de Grecia, donde las
  medidas de austeridad impuestas por la Unión Europa y el FMI están poniendo
  en peligro el propio crecimiento económico, y tienen unas durísimas
  consecuencias sociales: los suicidios y el crimen aumentan, la masa de los
  nuevos pobres está integrada por jóvenes que no encuentran trabajo y por
  personas de media edad que han perdido el suyo, mientras faltan en los
  hospitales los medicamentos esenciales, incluyendo las vacunas, lo que
  puede conducir a que resurjan allí la poliomielitis o la difteria.
  
  Este comienza a ser también el caso de España, donde la prensa anuncia que
  el PP se propone ahorrar este año 6.000 millones en medicamentos. Como dice
  Peter Radford: "¡Que se lo digan a los españoles! Ellos han probado ya toda
  esta historia de la austeridad. Tanto que la tasa de paro es del 23%,
  mientras las medidas que lo han producido no han conseguido frenar el
  déficit público, que está a punto de superar el límite del 8% que el
  gobierno español se había fijado como objetivo. ¿Se imaginan lo que
  ocurrirá ahora? Que los españoles van a ver aumentar su sufrimiento. Están
  insistiendo en más austeridad para estrujar su economía cada vez más". Y
  ello, añade, "para reducir un déficit que es menor que el de los Estados
  Unidos o el de Gran Bretaña".
  
  Una reflexión adicional acerca del carácter más "empresarial" que "público"
  de la crisis nos la puede proporcionar una información publicada por el New
  York Times el 25 de diciembre pasado, que nos advierte que la crisis de los
  bancos europeos, que les está obligando a deshacerse de activos, crea
  buenas oportunidades de negocio para las empresas financieras
  norteamericanas que, a pesar de sus problemas, están lanzándose a comprar
  en Europa. En efecto, en un artículo publicado en La Vanguardia del 15 de
  enero pasado –y el hecho mismo de que un periódico conservador publique
  este tipo de análisis demuestra el desconcierto reinante entre nuestra
  burguesía- no sólo se explica que los fondos de inversión norteamericanos
  se han lanzado a comprar "gangas" europeas, como empresas y bancos
  devaluados por la propia política de austeridad, sino que se nos dan las
  razones: "La crisis bancaria europea está beneficiando a los fondos
  extranjeros que aguardan a las puertas de Europa". Por una parte compran
  empresas que han perdido valor porque los bancos se niegan a darles
  crédito, a lo cual se añade que las medidas de recapitalización impuestas a
  los bancos les han forzado a "vender activos por un valor de billones de
  euros". Wim Butler, del Citi Group, no dudó en decir en una conferencia
  pronunciada en Bruselas: "De aqui a unos años todos los bancos europeos
  pertenecerán a extranjeros".
  
  Las políticas restrictivas han llegado a tal punto de irracionalidad que
  desde el propio Fondo Monetario Internacional se ha comenzado a advertir a
  los dirigentes políticos europeos: "En la medida en que los gobiernos
  piensan que deben responder a los mercados, pueden ser inducidos a
  consolidar demasiado aprisa, incluso desde el simple punto de la
  sostenibilidad de la deuda". Como ustedes saben, el presidente actual de
  nuestro gobierno ya ha dicho, cuando se aprestaba a rendir pleitesía a la
  señora Merkel, que lo primero es cumplir con el deber de sanear los bancos
  y reducir el gasto público: los puestos de trabajo, los hospitales o las
  escuelas no son prioritarios.
  
  Hay razones que ayudan a entender la inhumanidad de este capitalismo
  depredador. Richard Eskow, que trabajó en un tiempo para Wall Street dice:
  "La gente que sufre por los efectos de los presupuestos austeros no son de
  la clase de los que [estos capitalistas] conocen personalmente, sino que se
  trata de empleados públicos, como maestros, policías, bomberos o
  funcionarios de programas sociales; de gente que necesita de ayudas del
  gobierno, como los pobres; y de otros de la clase media que han tenido la
  temeridad o de hacerse viejos o de sufrir una incapacidad". En realidad los
  "super-ricos" no sólo se sienten ajenos a todos estos, sino que en el fondo
  los desprecian.
  
  Lo ocurrido en los últimos años en la sociedad norteamericana, que fue la
  primera en implantar estas reglas, nos indica la clase de futuro a que nos
  conduce a todos la austeridad. Dos noticias de prensa publicadas alrededor
  de la Navidad del año pasado ilustran sus dos caras. Sabemos, por una
  parte, que la "paga" de los dirigentes de las 500 mayores empresas aumentó
  en un 36'5 por ciento en 2010, al propio tiempo que aumentaba en 1.600.000
  el número de los niños norteamericanos sin hogar, lo que representa un
  aumento de un 38 por ciento respecto de 2007. El año pasado, el de 2011, no
  ha sido tan bueno para los negocios de Wall Street; pero sabemos ya que
  esto no va a afectar las pagas millonarias de los dirigentes de Citigroup o
  de Morgan Chase, que van a cobrar más de veinte millones de dólares.
  
  Los empresarios son conscientes de que el aumento de la desigualdad es
  nefasto para el crecimiento económico, en términos globales. Como señala
  Robert Reich: "Con tanta parte de los ingresos y de la riqueza concentrada
  en los más ricos, la amplia clase media no tiene ya el poder adquisitivo
  necesario para comprar lo que la economía es capaz de producir (...). El
  resultado es la generalización del estancamiento y del paro". Un memorándum
  de la Reserva Federal norteamericana de 4 de enero recuerda que el 70 por
  ciento de la economía nacional depende del gasto de los consumidores, y que
  la recuperación no será posible si no aumenta la capacidad de consumo de la
  clase media.
  
  Este planteamiento sobre el interés general no afecta sin embargo a los
  intereses inmediatos de los más ricos, puesto que una reducción global del
  crecimiento no implica una reducción simultánea de sus beneficios, que han
  seguido aumentando. Y se están, además, adaptando a la nueva situación, con
  la esperanza de obtener cada vez mayores beneficios. El 16 de octubre de
  2005 Citigroup, la mayor empresa financiera del mundo, publicaba un informe
  con el título de Plutonomía, al que de momento se prestó poca atención,
  hasta que, cuando comenzó a hacerse famoso, Citigroup se preocupó de
  eliminarlo por completo de la red.
  
  El informe proponía el término "plutonomía" para designar los países en que
  el crecimiento económico se había visto promovido, y en gran medida
  consumido, por el pequeño grupo de los más ricos. Sostenía que "el
  encarecimiento de los activos, una participación creciente en los
  beneficios y el trato favorable por parte de gobiernos partidarios del
  mercado han permitido a los ricos prosperar y capitalizar una proporción
  creciente de la economía en los países de plutonomía". Lo ilustraba con las
  cifras de la desigualdad de la distribución de la riqueza en los Estados
  Unidos, que comentaba con estas palabras: "No tenemos una opinión moral
  acerca de si esta desigualdad de los ingresos es buena o mala; lo que nos
  interesa es que es importante". Opinaban, además, que las fuerzas que
  habían llevado a este aumento de la desigualdad en los veinte años últimos
  era probable que continuasen en los años próximos. De lo cual había que
  deducir que se crearía un entorno positivo para la actividad de empresas
  que vendiesen bienes o servicios a los ricos.
  
  Su conclusión final era: Hemos de preocuparnos menos de lo que el
  consumidor medio vaya a hacer, ya que la conducta de este consumidor es
  menos relevante para el agregado final, que de lo que los ricos vayan a
  hacer. Esta es simplemene una cuestión de matemáticas, no de moralidad,
  concluían.
  
  Y debían tener razón, porque sabemos que las empresas de bienes de lujo (o,
  como se dice en el negocio, de "bienes para individuos de un valor
  extremo", que The Economist nos aclara que son aquellos pra los que "un
  bolso de 8.000 dólares es una ganga") están aumentando espectacularmente.
  LVMH –o sea Louis Vuitton Moët Hennessy- creció en un 13% en la primera
  mitad de 2011 con ventas de 10.300 millones. Una noticia publicada
  recientemente en la prensa nos dice que mientras la matriculación de
  automóviles disminuyó en su conjunto en España en el año 2011, la excepción
  han sido los de lujo, cuya matriculación ha aumentado en un 83'1 por ciento.
  
  "En algún momento –habían avisado los analistas de Citigroup- es probable
  que los trabajadores se opongan al aumento de beneficios de los ricos y
  puede haber una reacción política contra el enriquecimiento de los más
  acomodados", pero "no vemos que esto esté ocurriendo, aunque hay síntomas
  de crecientes tensiones políticas. De todos modos mantendremos una extrecha
  observación de los acontecimientos".
  
  La ofensiva empresarial no se limita, por otra parte, a buscar ventajas
  temporales, sino que aspira a una transformación permanente del sistema
  político. En los Estados Unidos se está tratando de dificultar el acceso al
  voto a amplias capas de la población que se consideran poco afines a los
  principios de la derecha: ancianos, minorías étnicas, pobres... En la
  actualidad hay en Norteamérica 12 estados que han introducido medidas
  restrictivas del derecho a votar (otros 26 las están gestionando), la más
  importante de las cuales es la exigencia de un documento de identidad como
  votante, para cuya obtención se exige la presentación de documentos como el
  carnet de conducir o la acreditación de una cuenta bancaria. No sin
  problemas. En julio de 2011 el documento le fue negado en Wisconsin a un
  joven, con el argumento de que el comprobante de su cuenta de ahorro, que
  presentaba como identificación, no mostraba bastante actividad reciente com
  para servir para esta finalidad. Más del 10 por ciento de ciudadanos
  norteamericanos no tienen estas identificaciones, y la proporción es
  todavía mayor entre sectores que normalmente votan por los demócratas,
  incluyendo un 18 por ciento de votantes jóvenes y un 25 % de los
  afroamericanos.
  
  Pero la amenaza a la democracia no necesita formularse con medidas legales
  de limitación del voto, porque el camino más efectivo es el control de los
  políticos por parte de la oligarquía financiera. Robert Fisk hacía
  recientemente una comparación entre las revueltas árabes y las protestas de
  los jóvenes europeos y norteamericanos en un artículo que se titulaba "Los
  banqueros son los dictadores de Occidente", en que decía: "Los bancos y las
  agencias de evaluación se han convertido en los dictadores de occidente.
  Como los Mubarak y Ben Alí, creen ser los propietarios de sus países. Las
  elecciones que les dan el poder –a través de la cobardía y la complicidad
  de los gobiernos- han acabado siendo tan falsas como las que los árabes se
  veían obligados a repetir, década tras década, para ungir a los
  propietarios de su propia riqueza nacional". Los partidos políticos, afirma
  Fisk, entregan el poder que han recibido de los votantes "a los bancos, los
  traficantes de derivados y las agencias de evaluación, respaldados por la
  deshonesta panda de expertos de las grandes universidades norteamericanas,
  (…) que mantienen la ficción de que esta es una crisis de la globalización
  en lugar de una trampa financiera impuesta a los votantes".
  
  Michael Hudson, profesor de la Universidad de Missouri, que había sido
  analista y asesor en Wall Street, denuncia en un texto sobre lo que llama
  "la transición de Europa de la socialdmeocracia a la oligarquía
  financiera", los efectos de las políticas de austeridad: "Una crisis de la
  deuda facilita que la élite financiera doméstica y los banqueros
  extranjeros endeuden al resto de la sociedad (...) para apoderarse de los
  activos y reducir el conjunto de la población a un estado de dependencia".
  A lo que añade que la clase de guerra que se extiende ahora por Europa
  tiene objetivos que van más allá de la economía, puesto que amenaza
  convertirse en una línea de separación histórica entre una época
  caracterizada por la esperanza y el potencial tecnológico, y una nueva era
  de desigualdad, a medida que una oligarquía financiera va reemplazando a
  los gobiernos democráticos y somete a las poblaciones a una servidumbre por
  deudas. El resultado es "un golpe de estado oligárquico en que los
  impuestos y la planificación y el control de los presupuestos están pasando
  a manos de unos ejecutivos nombrados por el cártel internacional de los
  banqueros" (no sé si será oportuno recordar que nuestro actual ministro de
  economía procede del sector bancario norteamericano).
  
  Hay un aspecto de estos problemas en el que nos conviene reflexionar.
  Randall Wray sostiene que la crisis norteamericana de 2008 no la causó la
  insolvencia de las hipotecas basura, porque su volumen no era suficiente
  como para haber provocado por si sólo este desastre, sino que ésta fue
  simplemente la chispa que desencadenó un incendio cuyas causas profundas
  eran el estancamiento de los salarios reales y la desigualdad creciente,
  que empujaban a la economía lejos de una actividad centrada en la
  producción hacia otra esencialmente financiera, dedicada al manejo del
  dinero. Lo más grave de esta interpretación –advierte- es que, dado que
  estas causas profundas no sólo no se han remediado, sino que son más graves
  ahora que en 2008, pudiera ocurrir que una chispa semejante, como la
  insolvencia de uno de los grandes bancos norteamericanos o un problema
  grave en la banca europea, volviera a iniciar una nueva crisis, tal vez
  peor.
  
  Es por esto que necesitamos evitar el error de analizar la situación que
  estamos viviendo en términos de una mera crisis económica –esto es, como un
  problema que obedece a una situación temporal, que cambiará, para volver a
  la normalidad, cuando se superen las circunstancias actuales-, ya que esto
  conduce a que aceptemos soluciones que se nos plantean como provisionales,
  pero que se corre el riesgo de que conduzcan a la renuncia de unos derechos
  sociales que después resultarán irrecuperables. Lo que se está produciendo
  no es una crisis más, como las que se suceden regularmente en el
  capitalismo, sino una transformación a largo plazo de las reglas del juego
  social, que hace ya cuarenta años que dura y que no se ve que haya de
  acabar, si no hacemos nada para lograrlo. Y que la propia crisis económica
  no es más que una consecuencia de la gran divergencia.
  
  ¿Qué hemos de hacer? Hay, evidentmente, un primer nivel de urgencia en que
  resulta obligado luchar por salvar los puestos de trabajo y los niveles de
  vida. El Banco de España se ha encargado de comunicarnos hace pocos días
  que lo que vamos a tener este año, y muy probablemente el siguiente, es más
  recesión y más de seis millones de parados. Cuesta poco imaginar la
  cantidad de EREs y de recortes que esto va a implicar, lo que nos va a
  obligar a muchos esfuerzos puntuales para salvar todo lo que se pueda.
  
  Pero lo que revela la naturaleza especial de la situación actual es el
  hecho de que para la generación que ahora tiene entre 20 y 30 años no va a
  haber ni siquiera EREs, sino una ausencia total de futuro. Y eso sólo podrá
  resolverse con una política que vaya más allá de la defensa inmediata de
  nuestras condiciones de vida, para enfrentarse a las políticas de
  austeridad y que, sobre todo, se proponga acabar con el gran proyecto de la
  divergencia social que las inspira.
  
  Como demostró la gran depresión de los años treinta, cuando eran muchos los
  que pensaban que el viejo sistema capitalista se había acabado y que el
  futuro era de la economía planificada por el estilo de la de la Rusia
  soviética, la capacidad del capitalismo para superar sus crisis y rehacerse
  es considerable.
  
  El problema inmediato al que hemos de enfrentarnos hoy no es, como algunos
  pensábamos hace unos años, la liquidación del capitalismo, que debe ser en
  todo caso un objetivo a largo plazo, porque la verdad es que no disponemos
  ahora de una alternativa viable que resulte aceptable para una mayoría. Y
  lo que no puede ser compartido con los más, por razonable que parezca, está
  condenado a quedar en el terreno de la utopía, que es necesaria para
  alimentar nuestras aspiraciones a largo plazo, pero inútil para la lucha
  política cotidiana.
  
  Lo que nos corresponde resolver con urgencia es decidir si luchamos por
  recuperar cuanto antes un capitalismo regulado, con el estado del bienestar
  incluido, como se había conseguido cuando los sindicatos y los partidos de
  izquierda eran interlocutores eficaces en el debate sobre la política
  social, o nos resginamos a seguir sufriendo bajo la garra de un capitalisno
  depredador y salvaje como el que se nos está imponiendo. De hecho, lo que
  nos proponen las políticas de austeridad es simplemente que paguemos la
  factura de los costes de consolidar el sistema en su situación actual,
  renunciando a una gran parte de las conquistas que se consiguieron en dos
  siglos de luchas sociales.
  
  No es que no haya signos esperanzadores de resistencia. No cabe duda de que
  las ocupaciones de plazas y las manifestaciones de protesta van a volver a
  brotar esta primavera, empujadas por la desesperación. Pero lo más
  importante es saber si la experiencia de los efectos combinados de los
  recortes y del aumento de las cargas servirá para devolver el sentido común
  a quienes dieron el voto a una derecha que prometía soluciones y se limita
  ahora a pedirnos sacrificios, o si sus votantes se resignarán a aceptar
  mansamente las consecuencias de su error.
  
  Pienso que es urgente, para dar sentido y coherencia a las protestas, que
  la izquierda –una izquierda real que nazca de más allá de la traición de la
  socialdemocracia de las terceras vías- elabore nuevas formas de lucha y de
  mejora, ahora que ya hemos aprendido que la idea de que el progreso era el
  motor de la historia es un engaño y que los avances para el conjunto de los
  hombres y las mujeres solo se han conseguido a través de las luchas
  colectivas. La semana pasada me pidieron en un diario de Barcelona que
  opinase acerca de cómo sería dentro de cinco años este capitalismo con el
  que nos ha tocado vivir. Y lo que respondí fue que eso dependía de
  nosotros: que lo que tengamos dentro de cinco años será lo que habremos
  merecido.
  
  Nota: [1] Texto íntegro de la conferencia pronunciada en León por el
  profesor Josep Fontana (salvo pequeñas variaciones, es la misma que
  pronunció en la sede de Comisiones Obreras de Catalunya en el consell de
  Comfia).