De lo que quisiera hablarles [1] no es tanto de la crisis actual como de lo
que está ocurriendo más allá de la crisis: de algo que se nos oculta tras
su apariencia. Para explicarlo necesitaré empezar un tanto atrás en el
tiempo.
Nos educamos con una visión de la historia que hacía del progreso la base
de una explicación global de la evolución humana. Primero en el terreno de
la producción de bienes y riquezas: la humanidad había avanzado hasta la
abundancia de los tiempos modernos a través de las etapas de la revolución
neolítica y la revolución industrial. Después había venido la lucha por las
libertades y por los derechos sociales, desde la Revolución francesa hasta
la victoria sobre el fascismo en la Segunda guerra mundial, que permitió el
asentamiento del estado de bienestar. No me estoy refiriendo a una visión
sectaria de la izquierda, ni menos aun marxista, sino a algo tan respetable
como lo que los anglosajones llaman la visión whig de la historia, según la
cual, cito por la wikipedia, "se representa el pasado como una progresión
inevitable hacia cada vez más libertad y más ilustración".
Hasta cierto punto esto era verdad, pero no era, como se nos decía, el
fruto de una regla interna de la evolución humana que implicaba que el
avance del progreso fuese inevitable –la ilusión de que teníamos la
historia de nuestro lado, lo que nos consolaba de cada fracaso-, sino la
consecuencia de unos equilibrios de fuerzas en que las victorias alcanzadas
eran menos el fruto de revoluciones triunfantes, que el resultado de pactos
y concesiones obtenidos de las clases dominantes, con frecuencia a través
de los sindicatos, a cambio de evitar una auténtica revolución que
transformase por completo las cosas.
Para decirlo simplemente, desde la Revolución francesa hasta los años
setenta del siglo pasado las clases dominantes de nuestra sociedad vivieron
atemorizadas por fantasmas que perturbaban su sueño, llevándoles a temer
que podían perderlo todo a manos de un enemigo revolucionario: primero
fueron los jacobinos, después los carbonarios, los masones, más adelante
los anarquistas y finalmente los comunistas. Eran en realidad amenazas
fantasmales, que no tenían posibilidad alguna de convertirse en realidad;
pero ello no impide que el miedo que despertaban fuese auténtico.
En un articulo sobre la situación actual de Italia publicado en La
Vanguardia el pasado mes de octubre se podía leer: "los beneficios sociales
fueron el fruto de un pacto político durante la guerra fría". No sólo
durante la guerra fría, a no ser que hablemos de una "guerra" de doscientos
años, desde la revolución francesa para acá. Lo que este reconocimiento
significa, por otra parte, es que ahora no tienen ya inconveniente en
confesar que nos engañaron: que no se trataba de establecer un sistema que
nos garantizase un futuro indefinido de mejora para todos, sino que sólo
les interesaba neutralizar a los disidentes mientras eliminaban cualquier
riesgo de subversión.
Los miedos que perturbaron los sueños de la burguesía a lo largo de cerca
de doscientos años se acabaron en los setenta del siglo pasado. Cada vez
estaba más claro que ni los comunistas estaban por hacer revoluciones –en
1968 se habían desentendido de la de París y habían aplastado la de Praga-,
ni tenían la fuerza suficiente para imponerse en el escenario de la guerra
fría. Fue a partir de entonces cuando, habiendo perdido el miedo a la
revolución, los burgueses decidieron que no necesitaban seguir haciendo
concesiones. Y así siguen hoy.
Déjenme examinar esta cuestión en su última etapa. El período de 1945 a
1975 había sido en el conjunto de los países desarrollados una época en que
un reparto más equitativo de los ingresos había permitido mejorar la suerte
de la mayoría. Los salarios crecían al mismo ritmo a que aumentaba la
productividad, y con ellos crecía la demanda de bienes de consumo por parte
de los asalariados, lo cual conducía a un aumento de la producción. Es lo
que Robert Reich, que fue secretario de Trabajo con Clinton, describe como
el acuerdo tácito por el que "los patronos pagaban a sus trabajadores lo
suficiente para que éstos comprasen lo que sus patronos vendían". Era, se
ha dicho, "una democracia de clase media" que implicaba "un contrato social
no escrito entre el trabajo, los negocios y el gobierno, entre las élites y
las masas", que garantizaba un reparto equitativo de los aumentos en la
riqueza.
Esta tendencia se invirtió en los años setenta, después de la crisis del
petróleo, que sirvió de pretexto para iniciar el cambio. La primera
consecuencia de la crisis económica había sido que la producción industrial
del mundo disminuyera en un diez por ciento y que millones de trabajadores
quedaran en paro, tanto en Europa occidental como en los Estados Unidos.
Estos fueron, por esta razón, años de conmmoción social, con los sindicatos
movilizados en Europa en defensa de los intereses de los trabajadores, lo
que permitió retrasar aquí unas décadas los cambios que se estaban
produciendo ya en los Estados Unidos y en Gran Bretaña, donde los
empresarios, bajo el patrocinio de Ronald Reagan y de la señora Thatcher,
decidieron que éste era el momento para iniciar una política de lucha
contra los sindicatos, de desguace del estado de bienestar y de
liberalización de la actividad empresarial.
La lucha contra los sindicatos se completó con una serie de acuerdos de
libertad de comercio que permitieron deslocalizar la producción a otros
países, donde los salarios eran más bajos y los controles sindicales más
débiles, e importar sus productos, con lo que los empresarios no sólo
hacían mayores beneficios, al disminuir sus costes de producción, sino que
debilitaban la capacidad de los obreros de su país para luchar por la
mejora de sus condiciones de trabajo y de su remuneración: los salarios
reales bajaron en un 7 por ciento de 1976 a 2007 en los Estados Unidos, y
lo han seguido haciendo después de la crisis.
Asi se inició lo que Paul Krugman ha llamado "la gran divergencia", el
proceso por el cual se produjo un enriquecimiento considerable del 1 por
ciento de los más ricos y el empobrecimiento de todos los demás. En los
Estados Unidos, que citaré con frecuencia por dos razones –porque
disponemos de buenas estadísticas sobre su evolución y porque lo que sucede
allí es el anuncio de lo que va a pasar aquí más adelante-, se pudo ver en
vísperas de la crisis de 2008 que este 1 por ciento de los más ricos
recibía el 53 por ciento de todos los ingresos (esto es más que el 99 por
ciento restante).
En las primeras etapas este proceso tal vez resultaba poco perceptible;
pero cuando sus efectos se fueron acumulando acabaron despertando la
conciencia de una desigualdad social en constante aumento. En mayo de 2011
Joseph Stiglitz publicó un artículo que se titualaba: "Del 1%, para el 1% y
por el 1%", donde decía que los norteamericanos, que estaban contemplando
cómo se producían en muchos países, por ejemplo en los de la primavera
árabe, protestas contra regímenes opresivos que concentraban una gran masa
de riqueza en las manos de una élite integrada por muy pocos, no se daban
cuenta de que esto ocurría también en su propio país.
Este del 1 por ciento ha sido uno de los lemas principales de los
movimientos de ocupación que se han desarrollado en diversas ciudades
norteamericanas. Pero Krugman ha hecho un análisis aún más afinado que
muestra que es en realidad el 0'1 %, esto es el uno por mil de los
norteamericanos, los que concentran la mayor parte de esta riqueza.
"¿Quiénes son estos del 1 por mil?, se pregunta ¿Son heroicos emprendedores
que crean lugares de trabajo? No. En su mayor parte son dirigentes de
compañías (...) o ganan el dinero en las finanzas".
Los resultados a largo plazo de la gran divergencia, que se iniciaba en
Estados Unidos y en Gran Bretaña en los años setenta y se extendió después
a Europa, transformaron profundamente nuestras sociedades. Las
consecuencias de una inmensa redistribución de la riqueza hacia arriba no
sólo se han manifestado en el empobrecimiento relativo de los trabajadores
y de las clases medias, sino que han dado a los empresarios una influencia
política con la cual, a partir de ese momento, les resulta cada vez más
fácil fijar las reglas que les permiten consolidar su poder.
Esta redistribución hacia arriba no es el resultado natural del
funcionamiento del mercado, como se pretende que creamos, sino el de una
acción deliberada. Su origen es netamente político. El primer programa que
inspiró este movimiento lo expresó Lewis Powell en agosto de 1971 en un
"Memorándum confidencial. Ataque al sistema americano de libre empresa",
escrito para la "United States Chamber of Commerce", que se encargó de
hacerlo circular entre sus asociados. Powell denunciaba el riesgo que
implicaba el avance en la sociedad norteamericana de ideas contrarias al
"sistema de libre empresa", expuestas no sólo por extremistas de izquierda,
sino por "elementos totalmente respetables del sistema", e insistía en la
necesidad de combatirlas, sobre todo en el terreno de la educación.
El memorándum tenía una primera parte sobre la amenaza que representaban
los "estudiantes universitarios, los profesores, el mundo de los medios de
comunicación, los intelectuales y las revistas literarias, los artistas y
los científicos", y proponía planes de ataque para limpiar las
universidades y vigilar los libros de texto, para lo cual pedía a las
organizaciones empresariales que actuasen con firmeza. No me ocuparé ahora
de esta batalla de las ideas, que ha llegado hoy al extremo de proponer la
eliminación de la escuela pública, sino de otra parte del memorándum que
tendría consecuencias más inmediatas y trascendentales. Powell advertía:
"No se debe menospreciar la acción política, mientras esperamos el cambio
gradual de la opinión pública que ha de conseguirse a través de la
educación y la información. El mundo de los negocios debe aprender la
lección que hace tiempo aprendieron los sindicatos y otros grupos de
intereses. La lección de que el poder político es necesario; que este poder
debe cultivarse asiduamente y que, cuando convenga, hay que usarlo
agresivamente y con determinación".
Para emprender este programa se necesitaban organizaciones empresariales
potentes, que dispusieran de recursos suficientes. "La fuerza reside en la
organización, en una planificación y realización persistentes durante un
período indefinido de años". Este llamamiento a la lucha política tuvo
efectos de inmediato en la actividad de las asociaciones empresariales y
sobre todo de la "United States Chamber of Commerce", que pretende ser hoy
"la mayor federación empresarial del mundo, en representación de los
intereses de más de 3 millones de empresas". Estas asociaciones no solo
emprendieron grandes campañas de propaganda, sino que acentuaron su
participación en las campañas electorales a través de Comités de Acción
Política, en una actividad que ha aumentado considerablemente desde 2009,
tras la decisión del Tribunal supremo Citizens United, que ha liberalizado
las inversiones de las empresas en la política, en nombre del derecho a la
libre expresión (esto es, considerando a las empresas como personas y
atribuyéndoles los mismos derechos). La gran cuantía de recursos
proporcionados por los empresarios explica, por ejemplo, que la United
States Chamber of Commerce invirtiese en las elecciones norteamericanas de
2010 más que los comités de los dos partidos, demócrata y republicano,
juntos.
No se trata tan sólo de donativos para las campañas, sino también de formas
diversas de pagar sus servicios a los políticos, entre ellas la de
asegurarles una compensación cuando dejan la política. Y, sobre todo, de la
aactuación constante de los llamados "lobbyists", que atienden las
peticiones de los políticos. En el pasado año 2011 se calcula que las
empresas han gastado 3.270 millones de dólares en atender a los
congresistas y a los altos funcionarios federales. Las 30 mayores compañías
gastaron entre 2008 y 2010 más en esto que en pagar impuestos.
¿Que ha conseguido el mundo empresarial con este asalto al poder? En julio
del año pasado, Michael Cembalest, jefe de inversiones de JPMorgan Chase,
escribía, en una carta dirigida tan sólo a sus clientes, que se conoció
porque la descubrió un periodista, que "los márgenes de beneficio han
conseguido niveles que no se habían visto desde hace décadas", y que "las
reducciones de salarios y prestaciones explican la mayor parte de esta
mejora". "La compensación por el trabajo está en los Estados Unidos en la
actualidad al mínimo en cincuenta años en relación tanto con las cifras de
ventas de las empresas como del PIB de los Estados Unidos".
Otro beneficio indiscutible ha sido la disminución de sus contribuciones al
sostén del estado. El peso político creciente de las empresas ha conducido
a la situación paradójica de que éstas escapen a la fiscalidad por la doble
vía de negociar recortes de impuestos y exenciones particulares, y de tener
libertad para aflorar los beneficios en las subsidiarias que tienen en
paraísos fiscales, donde apenas pagan impuestos. Un estudio de noviembre de
2011 concluye que el conjunto de las 280 mayores empresas de los Estados
Unidos no han pagado en los tres años últimos más que un 18'5 % de sus
beneficios. Pero es que una cuarta parte de éstas han pagado menos del 10%,
y 30 de las más grandes no han pagado nada en tres años, sino que encima
han recibido devoluciones. Lo que se dice de las empresas se aplica también
a los empresarios: de 1985 a 2004 los 400 americanos más ricos han pasado
de pagar un 29 por ciento de sus ingresos a tan sólo un 18 por ciento,
mucho menos que los pequeños comerciantes o los trabajadores a sueldo. Y
cuando Obama pretendió que quienes ganasen más de un millón de dólares al
año pagasen el mismo tipo que el ciudadano medio norteamericano, no
consiguió que el congreso aprobase la medida. Como ha dicho Stiglitz "Los
ricos están usando su dinero para asegurarse medidas fiscales que les
permitan hacerse aun más ricos. En lugar de invertir en tecnología o en
investigación, obtienen mayores rendimientos invirtiendo en Washington".
Hay un tercer aspecto de estos beneficios que es la desregulación de la
leyes que controlan algunos aspectos de la actividad empresarial. Un
estudio reciente de dos economistas del Fondo Monetario Internacional, que
han analizado el papel de las contribuciones económicas de las empresas en
la política, llega a la conclusión, que les leo literalmente, de que "el
gasto realizado está directamente relacionado con la posibilidad de que un
legislador cambie de postura en favor de la desregulación". Esto, que en el
sector de la industria les ha permitido reducir, o incluso anular, los
gastos relacionados con el control de la polución, ha tenido en la
actividad financiera unas consecuencias que son las que han conducido
directamente a la crisis de 2008.
Gracias a la supresión de controles sobre sus actividades, que culminó
durante la presidencia de Clinton, las entidades financieras pudieron
lanzarse a un juego especulativo con derivados y otros productos de alto
riesgo, que parecían más propios de un casino de juego que de la banca,
mientras los dirigentes de la Reserva Federal estimulaban el optimismo de
los especuladores, rebajando los tipos de interés y animando al público a
que gastase, a que comprase casas con créditos hipotecarios e invirtiese en
operaciones financieras de riesgo.
Esta fiebre especuladora se producía en un país que, como resultado de su
desindustrialización, estaba convirtiendo en una actividad fundamental el
sector FIRE (Finance, Insurance and Real Estate; o sea Finanzas, seguros y
negocio inmobiliario). Una desindustrialitzación semejante se ha producido
en Gran Bretaña, que de ser "la fábrica del mundo" quiso convertirse en "el
banco del mundo", y que vive ahora con la angustia de lo que puede suceder
si pierde esta gran fuente de exportación de servicios, teniendo en cuenta
la situación de una economía en que "la demanda doméstica será
probablemente escasa en muchos años (...), mientras los consumidores se
esfuerzan en hacer frente a sus deudas y el gobierno batalla por reducir el
déficit presupuestario".
Nuestra situación es más compleja, ya que si bien hemos perdido el tejido
industrial tradicional, contamos con una consideable industria de propiedad
extranjera a la que proporcionamos trabajo barato, o sea que nos ha tocado
el papel de receptores de la industria que otros países más prósperos
deslocalizan, y que conservaremos mientras les sigamos garantizando
salarios bajos. Lo cual me mueve a preguntarme cómo se explica que, si el
trabajo de nuestros obreros es poco competitivo, como se argumenta para
proponerles rebajas de sueldos y derechos, Volkswagen, Ford, o Renault se
vengan a fabricar coches aquí. En lo que sí nos vamos pareciendo a las
economías avanzadas es en el peso dominante que ha adquirido entre nosotros
el sector financiero.
La influencia política adquirida por los empresarios explica por qué,
cuando se ha producido la crisis -en Norteamérica, en Gran Bretaña o en
España- el estado ha corrido a salvar las empresas financieras con rescates
multimillonarios; pero no ha hecho un esfuerzo equivalente por remediar la
situación de los muchos ciudadanos que pierden sus hogares, al ser
incapaces de seguir pagando las hipotecas, ni por asegurar estímulos a las
actividades productivas con el fin de combatir el paro.
Lejos de ello, lo que se ha hecho, para justificar los sacrificios que se
están imponiendo a la mayoría, es difundir la fábula de que la crisis
económica se debe al excesivo coste de los gastos sociales del estado, y
que la solución consiste en aplicar una brutal política de austeridad hasta
que se acabe con el déficit del presupuesto, lo cual, como veremos, resulta
imposible a partir de esta política.
Merece la pena escuchar esta historia como la cuenta Krugman: "En el primer
acto los banqueros se aprovecharon de la desregulación para lanzarse a una
especulación desbordada, hinchando las burbujas con préstamos
incontrolados; en el segundo las burbujas estallaron y los banqueros fueron
rescatados con dinero de los contribuyentes, mientras los trabajadores
sufrían las consecuencias, y en el tercero, los banqueros decidieron
emplear el dinero que habían recuperado en apoyar a políticos que les
prometían bajarles los impuestos y desmontar las pocas regulaciones que se
habían impuesto tras la crisis". ¿Piensan ustedes que esta es una historia
exótica, que sólo puede referirse a los Estados Unidos? Pues no; nosotros
también tuvimos una burbuja inmobiliaria desbordada, hinchada con los
créditos que concedieron bancos y cajas de ahorro. Ahora estamos en el
segundo acto, el del rescate "mientras los trabajadores sufren las
consecuencias". Nos queda el desenlace, ese tercer acto que, si no se hace
algo para evitarlo, será parecido: esto es, que se recuperarán los bancos,
pero no los puestos de trabajo, tal como está ocurriendo hoy en los Estados
Unidos.
Nadie ignora que la austeridad es incompatible con el crecimiento
económico. Peter Radford lo sintetiza en pocas palabras: "La austeridad
disminuye una economía. Es un acto de retroceso. Disminuye la demanda. Los
ingresos caen. Pagar las deudas a partir de una menor cantidad de dinero
significa que hay menos dinero para otros gastos. Del crecimiento se pasa a
la decadencia".
Una revisión del pasado demuestra que la política de austeridad nunca ha
funcionado y que no tiene sentido en la situación actual. Lo sostiene, por
ejemplo, Richard Koo, economista jefe del Nomura Research Institute de
Tokio, quien, tras haber analizado comparativamente la crisis económica de
los años treinta, las décadas perdidas de Japón y la crisis actual en
Estados Unidos y en la "eurozona", concluye que:
"Aunque evitar el gasto público exagerado es el modo adecuado de proceder
cuando el sector privado de la economía está en plena forma y maximiza los
beneficios, nada resulta peor que la restricción del gasto público cuando
un sector privado en mal estado está reduciendo sus deudas". Actuar sobre
una economía que ahorra pero no invierte reduciendo el gasto público no
hace más que agravar su situación. Koo sostiene que la crisis, que empezó
en el sector inmobiliario estadounidense, sigue siendo una crisis bancaria,
que ha acabado contagiando a la economía y a las cuentas públicas, y que
pensar que estos problemas se resuelven "con una sobredosis de ajustes" y
con reformas constitucionales "es un completo disparate".
Más contundente aun es la opinión que Krugman ha expresado esta misma
semana: "Lo más indignante de esta tragedia es que es totalmente
innecesaria. Hace medio siglo, cualquier economista (…) os podía haber
dicho que austeridad en tiempos de depresión era una muy mala idea. Pero
los políticos, los entendidos y, siento decirlo, muchos economistas
decidieron, sobre todo por razones políticas, olvidar lo que sabían. Y
millones de trabajadores están pagando el precio de su deliberada amnesia".
No ha sido la deuda pública la causa de la crisis de los países del sur de
Europa. Un análisis de las cifras de las últimas décadas muestra que los
problemas de estos países no proceden de un exceso de gasto público, sino
que son una consecuencia de la propia crisis. Un análisis de la relación
que ha existido entre la deuda pública y el PIB de estos países, demuestra
que estuvo mejorando (esto es disminuyendo) hasta 2007. El endeudamiento
posterior del estado es consecuencia de las cargas que ha asumido como
consecuencia de la crisis bancaria, no de un exceso anterior de gasto
público. Si leen ustedes la prensa, fijándose en los datos que ofrece y no
en la doctrina que predica, verán que lo que realmente preocupa a nuestros
gobernantes es cómo remediar el problema que para el sistema bancario
representan las grandes inversiones inmobiliarias efectuadas en años de
euforia en que estas fantasías se estaban financiando con nuestros ahorros.
No importa que economistas galardonados con el Premio Nobel, como Stiglitz
y Krugman, condenen la política de austeridad. Porque resulta que, en
realidad, esta política beneficia a los mismos que han causado el desastre
y favorece la continuidad de su enriquecimiento. Como dice Michael Hudson:
"No hay ninguna necesidad (...) de que los dirigentes financieros de Europa
impongan una depresión a la mayor parte de su población. Pero es una gran
oportunidad de ganancia para los bancos, que han conseguido el control de
la política económica del Banco Central Europeo (...). Una crisis de la
deuda permite a la la élite financiera doméstica y a los banqueros
extranjeros endeudar al resto de la sociedad".
Los resultados se pueden ver ya en la experiencia de Grecia, donde las
medidas de austeridad impuestas por la Unión Europa y el FMI están poniendo
en peligro el propio crecimiento económico, y tienen unas durísimas
consecuencias sociales: los suicidios y el crimen aumentan, la masa de los
nuevos pobres está integrada por jóvenes que no encuentran trabajo y por
personas de media edad que han perdido el suyo, mientras faltan en los
hospitales los medicamentos esenciales, incluyendo las vacunas, lo que
puede conducir a que resurjan allí la poliomielitis o la difteria.
Este comienza a ser también el caso de España, donde la prensa anuncia que
el PP se propone ahorrar este año 6.000 millones en medicamentos. Como dice
Peter Radford: "¡Que se lo digan a los españoles! Ellos han probado ya toda
esta historia de la austeridad. Tanto que la tasa de paro es del 23%,
mientras las medidas que lo han producido no han conseguido frenar el
déficit público, que está a punto de superar el límite del 8% que el
gobierno español se había fijado como objetivo. ¿Se imaginan lo que
ocurrirá ahora? Que los españoles van a ver aumentar su sufrimiento. Están
insistiendo en más austeridad para estrujar su economía cada vez más". Y
ello, añade, "para reducir un déficit que es menor que el de los Estados
Unidos o el de Gran Bretaña".
Una reflexión adicional acerca del carácter más "empresarial" que "público"
de la crisis nos la puede proporcionar una información publicada por el New
York Times el 25 de diciembre pasado, que nos advierte que la crisis de los
bancos europeos, que les está obligando a deshacerse de activos, crea
buenas oportunidades de negocio para las empresas financieras
norteamericanas que, a pesar de sus problemas, están lanzándose a comprar
en Europa. En efecto, en un artículo publicado en La Vanguardia del 15 de
enero pasado –y el hecho mismo de que un periódico conservador publique
este tipo de análisis demuestra el desconcierto reinante entre nuestra
burguesía- no sólo se explica que los fondos de inversión norteamericanos
se han lanzado a comprar "gangas" europeas, como empresas y bancos
devaluados por la propia política de austeridad, sino que se nos dan las
razones: "La crisis bancaria europea está beneficiando a los fondos
extranjeros que aguardan a las puertas de Europa". Por una parte compran
empresas que han perdido valor porque los bancos se niegan a darles
crédito, a lo cual se añade que las medidas de recapitalización impuestas a
los bancos les han forzado a "vender activos por un valor de billones de
euros". Wim Butler, del Citi Group, no dudó en decir en una conferencia
pronunciada en Bruselas: "De aqui a unos años todos los bancos europeos
pertenecerán a extranjeros".
Las políticas restrictivas han llegado a tal punto de irracionalidad que
desde el propio Fondo Monetario Internacional se ha comenzado a advertir a
los dirigentes políticos europeos: "En la medida en que los gobiernos
piensan que deben responder a los mercados, pueden ser inducidos a
consolidar demasiado aprisa, incluso desde el simple punto de la
sostenibilidad de la deuda". Como ustedes saben, el presidente actual de
nuestro gobierno ya ha dicho, cuando se aprestaba a rendir pleitesía a la
señora Merkel, que lo primero es cumplir con el deber de sanear los bancos
y reducir el gasto público: los puestos de trabajo, los hospitales o las
escuelas no son prioritarios.
Hay razones que ayudan a entender la inhumanidad de este capitalismo
depredador. Richard Eskow, que trabajó en un tiempo para Wall Street dice:
"La gente que sufre por los efectos de los presupuestos austeros no son de
la clase de los que [estos capitalistas] conocen personalmente, sino que se
trata de empleados públicos, como maestros, policías, bomberos o
funcionarios de programas sociales; de gente que necesita de ayudas del
gobierno, como los pobres; y de otros de la clase media que han tenido la
temeridad o de hacerse viejos o de sufrir una incapacidad". En realidad los
"super-ricos" no sólo se sienten ajenos a todos estos, sino que en el fondo
los desprecian.
Lo ocurrido en los últimos años en la sociedad norteamericana, que fue la
primera en implantar estas reglas, nos indica la clase de futuro a que nos
conduce a todos la austeridad. Dos noticias de prensa publicadas alrededor
de la Navidad del año pasado ilustran sus dos caras. Sabemos, por una
parte, que la "paga" de los dirigentes de las 500 mayores empresas aumentó
en un 36'5 por ciento en 2010, al propio tiempo que aumentaba en 1.600.000
el número de los niños norteamericanos sin hogar, lo que representa un
aumento de un 38 por ciento respecto de 2007. El año pasado, el de 2011, no
ha sido tan bueno para los negocios de Wall Street; pero sabemos ya que
esto no va a afectar las pagas millonarias de los dirigentes de Citigroup o
de Morgan Chase, que van a cobrar más de veinte millones de dólares.
Los empresarios son conscientes de que el aumento de la desigualdad es
nefasto para el crecimiento económico, en términos globales. Como señala
Robert Reich: "Con tanta parte de los ingresos y de la riqueza concentrada
en los más ricos, la amplia clase media no tiene ya el poder adquisitivo
necesario para comprar lo que la economía es capaz de producir (...). El
resultado es la generalización del estancamiento y del paro". Un memorándum
de la Reserva Federal norteamericana de 4 de enero recuerda que el 70 por
ciento de la economía nacional depende del gasto de los consumidores, y que
la recuperación no será posible si no aumenta la capacidad de consumo de la
clase media.
Este planteamiento sobre el interés general no afecta sin embargo a los
intereses inmediatos de los más ricos, puesto que una reducción global del
crecimiento no implica una reducción simultánea de sus beneficios, que han
seguido aumentando. Y se están, además, adaptando a la nueva situación, con
la esperanza de obtener cada vez mayores beneficios. El 16 de octubre de
2005 Citigroup, la mayor empresa financiera del mundo, publicaba un informe
con el título de Plutonomía, al que de momento se prestó poca atención,
hasta que, cuando comenzó a hacerse famoso, Citigroup se preocupó de
eliminarlo por completo de la red.
El informe proponía el término "plutonomía" para designar los países en que
el crecimiento económico se había visto promovido, y en gran medida
consumido, por el pequeño grupo de los más ricos. Sostenía que "el
encarecimiento de los activos, una participación creciente en los
beneficios y el trato favorable por parte de gobiernos partidarios del
mercado han permitido a los ricos prosperar y capitalizar una proporción
creciente de la economía en los países de plutonomía". Lo ilustraba con las
cifras de la desigualdad de la distribución de la riqueza en los Estados
Unidos, que comentaba con estas palabras: "No tenemos una opinión moral
acerca de si esta desigualdad de los ingresos es buena o mala; lo que nos
interesa es que es importante". Opinaban, además, que las fuerzas que
habían llevado a este aumento de la desigualdad en los veinte años últimos
era probable que continuasen en los años próximos. De lo cual había que
deducir que se crearía un entorno positivo para la actividad de empresas
que vendiesen bienes o servicios a los ricos.
Su conclusión final era: Hemos de preocuparnos menos de lo que el
consumidor medio vaya a hacer, ya que la conducta de este consumidor es
menos relevante para el agregado final, que de lo que los ricos vayan a
hacer. Esta es simplemene una cuestión de matemáticas, no de moralidad,
concluían.
Y debían tener razón, porque sabemos que las empresas de bienes de lujo (o,
como se dice en el negocio, de "bienes para individuos de un valor
extremo", que The Economist nos aclara que son aquellos pra los que "un
bolso de 8.000 dólares es una ganga") están aumentando espectacularmente.
LVMH –o sea Louis Vuitton Moët Hennessy- creció en un 13% en la primera
mitad de 2011 con ventas de 10.300 millones. Una noticia publicada
recientemente en la prensa nos dice que mientras la matriculación de
automóviles disminuyó en su conjunto en España en el año 2011, la excepción
han sido los de lujo, cuya matriculación ha aumentado en un 83'1 por ciento.
"En algún momento –habían avisado los analistas de Citigroup- es probable
que los trabajadores se opongan al aumento de beneficios de los ricos y
puede haber una reacción política contra el enriquecimiento de los más
acomodados", pero "no vemos que esto esté ocurriendo, aunque hay síntomas
de crecientes tensiones políticas. De todos modos mantendremos una extrecha
observación de los acontecimientos".
La ofensiva empresarial no se limita, por otra parte, a buscar ventajas
temporales, sino que aspira a una transformación permanente del sistema
político. En los Estados Unidos se está tratando de dificultar el acceso al
voto a amplias capas de la población que se consideran poco afines a los
principios de la derecha: ancianos, minorías étnicas, pobres... En la
actualidad hay en Norteamérica 12 estados que han introducido medidas
restrictivas del derecho a votar (otros 26 las están gestionando), la más
importante de las cuales es la exigencia de un documento de identidad como
votante, para cuya obtención se exige la presentación de documentos como el
carnet de conducir o la acreditación de una cuenta bancaria. No sin
problemas. En julio de 2011 el documento le fue negado en Wisconsin a un
joven, con el argumento de que el comprobante de su cuenta de ahorro, que
presentaba como identificación, no mostraba bastante actividad reciente com
para servir para esta finalidad. Más del 10 por ciento de ciudadanos
norteamericanos no tienen estas identificaciones, y la proporción es
todavía mayor entre sectores que normalmente votan por los demócratas,
incluyendo un 18 por ciento de votantes jóvenes y un 25 % de los
afroamericanos.
Pero la amenaza a la democracia no necesita formularse con medidas legales
de limitación del voto, porque el camino más efectivo es el control de los
políticos por parte de la oligarquía financiera. Robert Fisk hacía
recientemente una comparación entre las revueltas árabes y las protestas de
los jóvenes europeos y norteamericanos en un artículo que se titulaba "Los
banqueros son los dictadores de Occidente", en que decía: "Los bancos y las
agencias de evaluación se han convertido en los dictadores de occidente.
Como los Mubarak y Ben Alí, creen ser los propietarios de sus países. Las
elecciones que les dan el poder –a través de la cobardía y la complicidad
de los gobiernos- han acabado siendo tan falsas como las que los árabes se
veían obligados a repetir, década tras década, para ungir a los
propietarios de su propia riqueza nacional". Los partidos políticos, afirma
Fisk, entregan el poder que han recibido de los votantes "a los bancos, los
traficantes de derivados y las agencias de evaluación, respaldados por la
deshonesta panda de expertos de las grandes universidades norteamericanas,
(…) que mantienen la ficción de que esta es una crisis de la globalización
en lugar de una trampa financiera impuesta a los votantes".
Michael Hudson, profesor de la Universidad de Missouri, que había sido
analista y asesor en Wall Street, denuncia en un texto sobre lo que llama
"la transición de Europa de la socialdmeocracia a la oligarquía
financiera", los efectos de las políticas de austeridad: "Una crisis de la
deuda facilita que la élite financiera doméstica y los banqueros
extranjeros endeuden al resto de la sociedad (...) para apoderarse de los
activos y reducir el conjunto de la población a un estado de dependencia".
A lo que añade que la clase de guerra que se extiende ahora por Europa
tiene objetivos que van más allá de la economía, puesto que amenaza
convertirse en una línea de separación histórica entre una época
caracterizada por la esperanza y el potencial tecnológico, y una nueva era
de desigualdad, a medida que una oligarquía financiera va reemplazando a
los gobiernos democráticos y somete a las poblaciones a una servidumbre por
deudas. El resultado es "un golpe de estado oligárquico en que los
impuestos y la planificación y el control de los presupuestos están pasando
a manos de unos ejecutivos nombrados por el cártel internacional de los
banqueros" (no sé si será oportuno recordar que nuestro actual ministro de
economía procede del sector bancario norteamericano).
Hay un aspecto de estos problemas en el que nos conviene reflexionar.
Randall Wray sostiene que la crisis norteamericana de 2008 no la causó la
insolvencia de las hipotecas basura, porque su volumen no era suficiente
como para haber provocado por si sólo este desastre, sino que ésta fue
simplemente la chispa que desencadenó un incendio cuyas causas profundas
eran el estancamiento de los salarios reales y la desigualdad creciente,
que empujaban a la economía lejos de una actividad centrada en la
producción hacia otra esencialmente financiera, dedicada al manejo del
dinero. Lo más grave de esta interpretación –advierte- es que, dado que
estas causas profundas no sólo no se han remediado, sino que son más graves
ahora que en 2008, pudiera ocurrir que una chispa semejante, como la
insolvencia de uno de los grandes bancos norteamericanos o un problema
grave en la banca europea, volviera a iniciar una nueva crisis, tal vez
peor.
Es por esto que necesitamos evitar el error de analizar la situación que
estamos viviendo en términos de una mera crisis económica –esto es, como un
problema que obedece a una situación temporal, que cambiará, para volver a
la normalidad, cuando se superen las circunstancias actuales-, ya que esto
conduce a que aceptemos soluciones que se nos plantean como provisionales,
pero que se corre el riesgo de que conduzcan a la renuncia de unos derechos
sociales que después resultarán irrecuperables. Lo que se está produciendo
no es una crisis más, como las que se suceden regularmente en el
capitalismo, sino una transformación a largo plazo de las reglas del juego
social, que hace ya cuarenta años que dura y que no se ve que haya de
acabar, si no hacemos nada para lograrlo. Y que la propia crisis económica
no es más que una consecuencia de la gran divergencia.
¿Qué hemos de hacer? Hay, evidentmente, un primer nivel de urgencia en que
resulta obligado luchar por salvar los puestos de trabajo y los niveles de
vida. El Banco de España se ha encargado de comunicarnos hace pocos días
que lo que vamos a tener este año, y muy probablemente el siguiente, es más
recesión y más de seis millones de parados. Cuesta poco imaginar la
cantidad de EREs y de recortes que esto va a implicar, lo que nos va a
obligar a muchos esfuerzos puntuales para salvar todo lo que se pueda.
Pero lo que revela la naturaleza especial de la situación actual es el
hecho de que para la generación que ahora tiene entre 20 y 30 años no va a
haber ni siquiera EREs, sino una ausencia total de futuro. Y eso sólo podrá
resolverse con una política que vaya más allá de la defensa inmediata de
nuestras condiciones de vida, para enfrentarse a las políticas de
austeridad y que, sobre todo, se proponga acabar con el gran proyecto de la
divergencia social que las inspira.
Como demostró la gran depresión de los años treinta, cuando eran muchos los
que pensaban que el viejo sistema capitalista se había acabado y que el
futuro era de la economía planificada por el estilo de la de la Rusia
soviética, la capacidad del capitalismo para superar sus crisis y rehacerse
es considerable.
El problema inmediato al que hemos de enfrentarnos hoy no es, como algunos
pensábamos hace unos años, la liquidación del capitalismo, que debe ser en
todo caso un objetivo a largo plazo, porque la verdad es que no disponemos
ahora de una alternativa viable que resulte aceptable para una mayoría. Y
lo que no puede ser compartido con los más, por razonable que parezca, está
condenado a quedar en el terreno de la utopía, que es necesaria para
alimentar nuestras aspiraciones a largo plazo, pero inútil para la lucha
política cotidiana.
Lo que nos corresponde resolver con urgencia es decidir si luchamos por
recuperar cuanto antes un capitalismo regulado, con el estado del bienestar
incluido, como se había conseguido cuando los sindicatos y los partidos de
izquierda eran interlocutores eficaces en el debate sobre la política
social, o nos resginamos a seguir sufriendo bajo la garra de un capitalisno
depredador y salvaje como el que se nos está imponiendo. De hecho, lo que
nos proponen las políticas de austeridad es simplemente que paguemos la
factura de los costes de consolidar el sistema en su situación actual,
renunciando a una gran parte de las conquistas que se consiguieron en dos
siglos de luchas sociales.
No es que no haya signos esperanzadores de resistencia. No cabe duda de que
las ocupaciones de plazas y las manifestaciones de protesta van a volver a
brotar esta primavera, empujadas por la desesperación. Pero lo más
importante es saber si la experiencia de los efectos combinados de los
recortes y del aumento de las cargas servirá para devolver el sentido común
a quienes dieron el voto a una derecha que prometía soluciones y se limita
ahora a pedirnos sacrificios, o si sus votantes se resignarán a aceptar
mansamente las consecuencias de su error.
Pienso que es urgente, para dar sentido y coherencia a las protestas, que
la izquierda –una izquierda real que nazca de más allá de la traición de la
socialdemocracia de las terceras vías- elabore nuevas formas de lucha y de
mejora, ahora que ya hemos aprendido que la idea de que el progreso era el
motor de la historia es un engaño y que los avances para el conjunto de los
hombres y las mujeres solo se han conseguido a través de las luchas
colectivas. La semana pasada me pidieron en un diario de Barcelona que
opinase acerca de cómo sería dentro de cinco años este capitalismo con el
que nos ha tocado vivir. Y lo que respondí fue que eso dependía de
nosotros: que lo que tengamos dentro de cinco años será lo que habremos
merecido.
Nota: [1] Texto íntegro de la conferencia pronunciada en León por el
profesor Josep Fontana (salvo pequeñas variaciones, es la misma que
pronunció en la sede de Comisiones Obreras de Catalunya en el consell de
Comfia).